Rudos vs. Técnicos

Mario Alberto “Asfalto” Martínez.

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Pancracio

    Pancracio Hernández se calzaba las botas, se apretaba el cinturón castigado todo el día por el rigor de una abultada panza que con orgullo presumía, como dándole mayor garbo y presencia a su estampa de granadero.
 
    Antes de salir se encomendaba a la Santa, besaba en la frente a su esposa y acariciaba el cabello de Miguel, quien seguía dormido, protegido por el poster del Rey Mysterio que resguardaba la esquina técnica de su cuarto.
 
    Pancracio se soñaba como El Villano III en la Arena Afición cuando se descontaba a los borrachos que se ponían al tiro, se sentía en las botas de Daniel López "El Satánico", o hasta de la calaña de Pierroth cuando les daba su calentada a dos que tres vagos y los trepaba a la troca de la Fuerza de Tarea. Cada lunes tenía que ir a descargar su adrenalina a las luchas, gritándoles injurias a los técnicos maricones que tanto repudiaba, ante la mirada atónita de su hijo Miguelito.

    ―Mira mijo, ese señor con la frente de mapa es El Perro Aguayo, el de máscara azul es Blue Panther, un chingón, ese del calzón negro es el Ringo Mendoza. ―Miguelito cerraba los ojos, le temblaba el corazón cuando la gente estallaba en júbilo, cuando silbaba y le gritaba a sus ídolos en los lances, llaves y vuelos fantásticos.

   ―¡Papá, Papá! ¡Quiero ir a hacer pipí! ―El niño jaloneaba el brazo de su padre quien estaba embobado y poco caso le hacía.
 
      El rudo granadero siempre había sido peleonero, marrullero y bien pelado; su pandilla de adolescente era el terror del barrio, pero se tuvo que alivianar por eso de que su vieja lo quería a dejar.

  ―Mira Pancracio, es mejor que te busques un trabajo fijo, llevas un mes buscándolo y los ahorros se van a acabar, tú sabes que ya viene la cigüeña en camino y es mejor que te portes bien, si no me voy a ir con mi mamá.
 
    Tras un rato de búsqueda se metió de puerco, de tira; se fue a vivir allá adelantito de "El Tubo" y ni hablar, se cambió al bando de los ”buenos” así como el Dr. Wagner Jr., pero él seguía siendo rudo de corazón.
 
    El granadero gandalla llegó fatigado a casa, se desfajó la camisola y se recostó en la cama, al momento en que gritó: "Miguel, ven a quitarme mis botas", tras un rato de espera bajó Miguelito con una máscara puesta, su papá lo miro y sonrió alegremente. Durmió la siesta, despertó, miró al niño hacer su tarea y cenar con la misma máscara puesta.

―¡Ya niño, quítate esa máscara que se te van a hacer piojos! ―Miguel volteó, y se hizo el desentendido.
―¿No me oíste, cabrón? ―Entonces se acercó a él. El pequeño dio un paso atrás, su padre lo desenmascaró y le miró un moretón en el ojo.

El Ratón Crispín.

    Parió chayotes para terminar la prepa, luego tuvo que ponerse a trabajar, andaba en las obras echando colados. Los maestros nomás lo trataban de pendejo.

―Pinche ratón barrigón, muévelas güey que es para hoy ―Le gritaban mientras que con esfuerzo subía la escalera improvisada y los maloras de los maestros le ponían la pata para que se tropezara yendo a dar hasta abajo, la mezcla se salía del bote y espesa se regaba en el primer piso.
   Claro, era tanta su mala suerte que el tal Lalo era su patrón.

―Ese mi “dientes de leche” vaya y tráigase las carnitas y unas caguamas pal´ personal,  mañana que llegue la feria yo le repongo. Pasó la semana y el desaliñado contratista no pago su deuda.
 
Después de andar de aquí para allá, el Ratón se aventó una carrera, sabrá dios como le hizo, luego se puso a trabajar con unos “licenciados”, quienes siempre lo mandaban por “las de tamal” y el atole de vainilla o chocolate, lo traían de allá para acá y se hacían bien  güeyes con el pago de su quincena.
Ellos reclutaban chavos con la ilusión de una buena chamba, les daban su platica motivacional en una semana y luego les vendían material didáctico para su “desarrollo humano” los echaban a la calle a vender perfumes baratos y cremas con olor a petróleo. Un día de esos cuando esperaba el pago por sus tres quincenas, de buenas a primeras alguien le dijo que el CODEHMER se había ido de la ciudad, el que les rentó el local se lavaba las manos y no sabía nada más.
 
    Su vieja estaba bien enojada. Secándose las manos en el delantal se le cuadró con aires de suficiencia.

―¿Cómo que no tienes trabajo de nuevo? Eres re menso, siempre te dejas que los demás te hagan como quieren, tu primo ya ves, ni te regresó lo que le prestaste y nomás le metió mano a tu carcacha y ¿para que? Te la terminó de amolar. Ándale mejor has algo bueno, termina de lavarle las mantillas a tu escuincle, ¿qué va a decir mi mamá? el baboso de tu marido nomás anda de huevón en tu casa. Ándale, dile a tu papá que te conecte con su superior en la corporación, a ver si hay algo. ¡Pero muévete!
 
Con mucha impotencia, guardaba el cajón casi oculto de su recamara el gafete de “Gerente-ejecutivo-de zona” de CODEHMER, entre su distintivo de un partido político, su foto con Atlantis y unos audiocassettes de superación personal. Sacó de dentro una máscara de lucha libre y la apretujó con fuerza, como invocando los poderes de una deidad sobrenatural.

Fue a ver a su papá, Don Pancracio quien lo mandó mucho a la fregada, diciéndole que le daba pena que su hijo le había salido bien collón, que era un agachón mediocre sin pantalones para mandar ni siquiera en su propio hogar, el pobre del muchacho agachó la cabeza, terminó de hacer los mandados que le dijo su vieja y salió para el otro lado de la ciudad, se perdió entre la avenida donde esta el gimnasio, enfrente de la cantina “Mi Lucha” del vetusto rudísimo de siete suelas: “El Nazi”.

Miguel.

     Desde el Kinder se distinguió por ser de los más grandotes, era llenito, cachetón, orejoncito y dientón, no salía casi a jugar con sus cuates del salón y era bien serio. En la primaria a pesar de su estatura y complexión, los vaguitos se aprovechaban de él, se comían las tortas que su mamá le preparaba, se tomaban su agua de jamaica y le pedían prestado dinero casi a fuerza, para irse a las maquinitas.
 
     No sabía porqué, pero su nobleza era más grande que cualquier impulso infantil de violencia, tal vez la repudiaba desde ayer, cuando su papá se peleó con su mamá y este le dio una cachetada guajolotera que la zangoloteó todita y la hizo chillar.
 
    Diario era lo mismo en la escuela, Lalo, el gordo de hasta atrás se emperruchaba cuando le daba hambre, su jefa le daba una manzana y un pan duro de la panadería "La flor" y como el menso no se llenaba, iba a bolsear a los morros de la fila de enfrente, el Miguel ya sabía, y pues, ni se molestaba en ponerle resistencia, luego llegaba el Johhny, Jorge "el Chanclón" y el "Caradiaba" a terminarse su telera con salchichas y el agua de su pepsilindro.
 
    Al llegar a su casa, con hambre, por supuesto, su mama le preguntaba: ¿Te gustó la torta que te eché? Miguel solo asentía con la cabeza y se iba a su cuarto resignado a seguir soportando lo que a diario le hacían.
 
    Liliana se sentaba a su lado, era una de las consentidas de la maestra. A veces llevaba un chonguito, a veces llevaba su cabello bien peinado y con olor a manzanilla, como cortada del jardín de los mismísimos ángeles. Él estaba bien enamorado de ella, hasta le regaló sus tazos, le calcó un dibujo bien bonito y con mucho cariño le pedía prestada su goma de borrar.
 
    El 14 de febrero a su maestra se le había ocurrido la grandiosa idea de hacer un intercambio de regalos, y así, nomás por casualidad al suertudo del Miguel le tocó darle regalo a Lili. Juntó todos sus domingos para regalarle una lapicera morada llena de plumoncitos de colores. Lili se emocionó tanto que le dio un abrazo fuerte a Miguel, quien no tardó mucho en sonrojarse, al momento en que una bola de chamacos maloras le aullaban dramáticamente en son de burla.
 
    Un día Miguel sin querer vio que el Lalo tenía un dibujo bien colorido en su libreta, pintado con plumones.  Se le quedó viendo a su mochila y con sorpresa mayúscula se dio cuenta que el canijo rata ya traía dentro el regalo que le había hecho a Lili.
 
    Al no querer devolvérselos, el mañoso del Lalo se le puso al tú por tú y dándole un empujoncito  mando a Miguel hasta la fila de en medio, quien enfurecido se levantó inmediatamente, y con la misma rapidez fue a dar de nuevo al suelo, pero esta vez con un golpe en el ojo, al instante que Lalo le decía:

¡Cuidadito y le digas algo a la maestra pinchi Ratón Crispín, porque te vuelvo a surtir y do…

    Miguel no esperó a que Lalo terminara su sentencia cuando le llegó con un cachetadón marca diablo que hasta los mocos le sacó. Miguel se subió al escritorio de la maestra como si se tratará de la tercera cuerda, aquello era ya un alboroto. Todos los niños del salón vitoreaban a aquel nuevo paladín que se lanzaba en una plancha hacia su rival que en el suelo se quejaba amargamente, le aplicó una llave al brazo y lo hizo prometer que nunca se metería con un niño indefenso. Cuando llegó la maestra nadie dijo nada.

Dominó.

   En las tardes sacaba tiempo para ir a entrenar costalazo al gimnasio, llegaba de la oficina y se despedía de su señora, diciéndole que iba a cubrir el turno de otro compañero, luego completaba la mentira piadosa asegurándole que le habían dado más horas en el jale.
 
  Al otro día el noble gladiador llegaba molido al trabajo, pero todo era recompensado al escuchar que le darían una oportunidad para luchar de estelar en la Arena Afición.
 
  Por fin usaría su nuevo equipo, su brillante capa, las mayas bordadas y el calzón con su nombre bien clarito: “Dominó”. Cuando pisaba el cuadrilátero, la máscara se adueñaba de él, lo transformaba, era un poderoso fetiche que ocultaba sus miedos tras esos colores blanco y negro con la “mula de cuatro” bien cosida a mano en la frente.
 
¡Dominó! ¡Dominó! ¡Dominó! Gritaba el público enardecido, se abría paso en el pasillo principal con sus ojos vivos, su pecho brillante de aceite y sudor se dilataba, su cuerpo fornido era una roca, subía portentoso  al cuadrilátero, sus botas de charol pisaban con imperium la sala atiborrada de gente. Era el indiscutible dueño del lugar.
 
    Todos sus oponentes se rendían tras el llaveo y contra llaveo; ejecutaba la huracarrana, la casita y el medio cangrejo con inteligencia y habilidad. “Dominó” era un coloso que cada noche de maroma veía como toda la gente lo veía con respeto, con la idolatría que despiertan los héroes entre la multitud que se entregaba a la nueva figura del bando técnico.

  Esa noche, Dominó había ganado la cabellera de uno de los rudos más despiadados, la gente coreaba su nombre y él se sentía en la cima del mundo, ya iba por el titulo de campeón, ese cinturón tan añorado. Al salir por el pasillo, rumbo a los vestidores, un viejo, con el distintivo guante negro de los malandrines y una camiseta negra con la leyenda: ”rudo de corazón” se le acercó y le dijo “pinche Dominó maricón, de seguro no mandas ni en tu casa cabrón…”.  El técnico luchador, sonrió y con sutileza despeinó la cabellera del señor con facha de ex granadero.

   Dominó tomaba un respiro, al salir de la Arena, el aire frío le sacaba a la luz los golpes de la batalla, parecía que al quitarse la máscara se le iban los poderes, su inmunidad, su gallardía y autoridad. Se ponía en mangas de camisa y se tronaba los nudillos. Miguel Hernández ahora se enfrentaría a una lucha igual de importante, la de ser uno más entre los millones de mortales que habitan el planeta tierra.

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