Haiga

Luis Frías

¿A quién no se le ha escapado un desdichado haiga, en lugar del correcto haya? ¿Quién no se ha visto en aprietos las ocasiones en que el amigo que estudió en París saca a flote churriguerescas palabras cuyo significado desconocemos? Creo que miente quien sostenga que nunca ha tenido afectaciones nerviosas en público cuando de hablar con toda corrección se trata. De hecho, no dudo que cualquier persona entendería el asunto más abstruso —de ésos que a menudo se explican en las altas esferas del barroco lenguaje— a condición de que se explicara en términos simples y llanos.

Siempre es grato acordarse de las frases famosas. Y nadie como Groucho Marx cuando se trata de meter ideas geniales en una pequeñita frase. Este actor estadounidense llegó a decir: “¿No te gustan mis principios? No te preocupes: tengo otros.” Se atesoran las frases que te causan alguna emoción importante, o que te forman un juicio distinto a la que antes tenías. ¡Eso es lo importante de ellas! Las que acuñan los escritores a menudo son las más inteligentes e incontestables. Se le atribuyen a Saint-Beuve estas palabras: “Siempre me gusta juzgar a los escritores según su fuerza inicial, quitándoles lo adquirido”. Con más cercanía a nuestra realidad latinoamericana, tenemos al exageradamente idolatrado García Márquez, quien dijo la cursilería de que: “Yo escribo para que me quieran”. Es una lástima que el arte de componer frases esté pasando por una de sus peores etapas. 

Ricardo Garibay solía decir una gran cosa: “Los políticos no hablan; ladran”. Pues son precisamente los políticos quienes hoy día ladran las frases más recurrentes de la vida pública. “Lavadora de dos patas”, por ejemplo, es como el ex presidente se refiere a su mujer. Pero es “coopelas o cuello” definitivamente la construcción más célebre. Sea como fuere, comparten todas estas frases una singularidad común: palabras sencillísimas, cuando no inexistentes en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE).

Recuerdo que en Rayuela, la novela de Julio Cortázar, hay un gordo tomo del DRAE cuya portada está rudamente descuartizada por la navaja de alguien. Se lo merecía. Y es que no hace mucho, el pleno de Real Academia autorizó incluir en la lengua española varios neologismos. No hay ninguna sorpresa. El caso es que desde hace un tiempo leía en la prensa que ya se pueden decir sin remordimiento de conciencia, palabras tan naturales como el agua: blúmer, aeromozo, blu jean y nocaut, entre otras. 

Los computarizados pueden dormir tranquilos y decir con libertad de lengua: descargar, subir, maximizar, minimizar y varias palabras más de la creciente informática. Autoridad del lenguaje creada hace siglos para poner orden en un sistema lingüístico donde cada quien decía las palabras como se le antojara, tengo la opinión de que la Real Academia está perdiendo uno tras otro los ronds contra el lenguaje hablado (¿round será correcto?). Pero siempre ha sido así. Decía Hemingway que mientras la verdad se está calzando las botas, la mentira ya recorrió el mundo. Pues bien, mientras en la calle algún término nace, crece y se desarrolla, la Real Academia apenas está decidiendo si le da carta de naturalización. Como si hiciera falta… Un caso concreto será de gran ayuda. 

En respuesta al término anglosajón marketing, se inventó en castellano la palabreja mercadotecnia. “Conjunto de principios y prácticas que buscan el aumento del comercio, especialmente de la demanda”: así la define el DRAE. No temo equivocarme al sostener que sólo después de que una palabra ha cobrado vida, de que se ha vuelto de uso corriente y de que todo el mundo la aplica sin reparos, es entonces cuando la amodorrada Real Academia de la Lengua acepta incluirla en un diccionario atravesado por los cortes de una navaja en la novela de Julio Cortázar.

No quiero terminar sin distinguir las dos ramas capitales que hay entre los estudiosos del lenguaje. De un lado, están los que prescriben: dictan las leyes sobre el correcto uso de las palabras. Del otro, los que describen: se sujetan a observar qué pasa en el lenguaje y tratan de explicarlo. Yo me pondría del lado de estos segundos, y me valdría de una verdad: la mejor literatura es la que renueva el lenguaje. “El escritor debe amar el lenguaje, pero debe tener el valor de transgredirlo”, decía Octavio Paz.

Cuando se encuentre en medio de una situación donde no entienda algún término complicado, consuélese pensando en que tal vez la Real Academia apruebe en algún futuro el uso del desafortunado haiga, en desmedro del correcto haya.

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