Editorial número 10


Desde el momento en el que es reconocible la diferencia entre lenguaje oral y escrito, se pueden diferenciar los modos en que en uno y otro caso se hace posible la expresión de la palabra en estas sus dos modalidades. 

De esta manera se puede citar una tan gran variada diversidad de modos orales denominados de innumerables formas que van desde lo que puede nombrarse como lengua materna, hasta el tan usual lenguaje florido (concepto que merece ser abordado de manera separada gracias a su exquisita originalidad), existiendo, esta primera forma con sus implicaciones en los rasgos de los que tienen progenitora de nacimiento para expresarse, característica que puede ser multiplicada por masomenos 64, y que en realidad es difícil que a los hijos de una madre les interese la oralidad de los otros 63, y aunque la verdadera implicación para denominar estas características generales se encuentra realmente en la cultura de los que viven con esta modalidad de madre, existen como extraños en un espacio pseudo-global en donde rigen los caracteres gráficos del lenguaje escrito, que poco le importa que estos tíos lleven centurias intentando decir cosas, y es precisamente desde este plano en el que casi cualquier implicación escrita pierde su validez. 

Algunas variedades de la oralidad que aunque implícitas en el reconocimiento de la cultura escrita dominante no trascienden las fronteras del entendimiento cotidiano de las cosas y los seres del entorno predominantemente hispano-sajón, muestran la otra parte del lenguaje reconocible en el uso de la cotidianidad de muchos.

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