¿EL FIN DEL MITO? ELIZABETH DE BATHORY

Sarahí Isuki Castelli Olvera

El fin se acerca, lo sé. ¿El fin?, ¿es el fin?, ¿de verdad? Lo único que me rodea es oscuridad, en realidad, no puedo distinguir la diferencia entre el día y la noche, sinceramente, no es algo que me preocupe. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que me angustió el hecho de no poder diferenciar el transcurso del tiempo. Ahora estoy presa, en medio de las cuatro paredes que me rodean, que serán mi sepulcro; sucio, asqueroso, poco digno. Lo único puro son mis recuerdos, que me envuelven. ¡Tú, Ferec y la sangre! Aún ahora soy capaz de escuchar sus llamados.
 
**
-Elizabeth… ven.
 
-Elizabeth de Bathory, te espero-. Me llamaba.
Caminaba lentamente. La oscuridad que me rodeaba era apenas ahuyentada por el leve resplandor de la diminuta llama de la vela que sostenía en mi mano.  Los corredores oscuros, el viento aullando a lo lejos. 

Muchos hubieran sentido terror, miedo congelante  barriendo por su cuerpo. Yo no, estaba acostumbrada a este castillo;  mi hogar desde los once años: apreté el paso consciente de que no podía tardarme más de lo debido. Mi esposo, el conde Ferenc Nádasdy estaba muriendo, muriendo de verdad.  Siempre me imaginé que sobreviviríamos a todo; ambos, mirando la tierra arder, la sangre plagar condado tras condado, y nosotros dos, juntos y vivos.
 
-Parece que fue envenenado, no se tiene a ningún sospechoso- Me dijo el médico que lo atendía cuando entré a verlo. Aparentemente sólo me esperaba. Si pensé verlo en algún momento derrotado, debo decir que nunca pude, ni aún en ese momento le veía  caído: Ferec me miraba desde su lecho, su rostro, aunque crispado en dolor mantenía aquella expresión entre altiva, superior y sarcástica que siempre presentó ante mi presencia. 

Me veía con aquella complicidad que siempre tuvimos: aún en nuestros momentos de mayor crueldad él siempre tuvo la capacidad de sensibilizarme, de alcanzarme. ¡Ferec me rompía el corazón! Suspiré mientras me acomodaba a su lado, sentada vigilante, aquella escena me pareció bizarra. Nosotros, la cruel pareja que solíamos ser, nunca compartimos momentos rutinarios o los detalles pequeños y comunes que constituyen el cotidiano de las demás personas, pormenores como ese cuadro que armábamos: el de una esposa cuidando devotamente a su enfermo esposo.
 
-Fue… ella…-Me murmuró en medio de un gemido apagado, una confesión que sólo yo pude oír, no supe si ese había sido su objetivo: le observé sin expresión, aunque nunca pude haber imaginado que el “caballero negro” tuviera ese fin; debo decir que no me sorprendió escuchar aquello. Si alguien podía desplazar a Ferec era ella, ella lo alejaba de todas partes: primero de mi corazón, ahora del mundo terrenal. Me sonreí complacida, se me figuraba que ahora ambos tenían un lazo más fuerte, como si se hubieran unido, mis dos amores: Ferec y ella, Freyra, la hermosa mujer de mirada helada.
 
Ferec murió pocas horas después. Sí, lo acepto, sentí su falta, “el caballero negro” fue para mí, además de mi esposo, un maestro, un amigo, un amante. Nosotros, al estar comprometidos desde muy pequeños, tuvimos contacto mucho antes de casarnos, su familia, los Nádasdy, era una de las más ricas e influyentes de aquella época en Hungría. 

La mía no se quedaba atrás. Fui a vivir con ellos cuando cumplí los once años, ahí le conocí por primera vez, él tenía dieciséis, era joven y su rostro aún no mostraba aquella expresión entre dolida y sarcástica, sin embargo, era altivo; sus ojos… sus ojos mostraban a momentos un desquiciante sadismo, locura que empezaba a aflorar, locura que me llamaba como imán. Ya lo dije antes, Ferec fue mi maestro y yo, alumna privilegiada, aplicada. ¡Cómo amé su expresión!, cuando él regresó del frente, de combatir en la armada húngara, las emociones descarnadas, sarcásticas, dolorosas, ¡increíbles!, ya venían en su rostro. 

Aprendí de él, me enseñó numerosas técnicas de tortura para aplicar a la servidumbre del feudo, aprendí, aprendí tan bien y tanto que después de un tiempo terminamos compartiendo e intercambiando tácticas. Ferec era oscuro, todo negro, negrura que invadía como tentáculos viscosos. Yo era roja. Roja en todo lo que veía. Sangre. En las piezas del castillo. Toda roja. ¡Éramos rojo y negro!, ¡vaya par!, compartíamos aquella morbosa fijación por la sangre. La sentíamos cálida, deslizándose de nuestras heridas muñecas mientras hacíamos el amor.
 
-¡Déjame estar loca como tú, mi asesino!- Le decía, en medio del frenetismo -¡Déjame estar loca como tú!- se lo decía con frecuencia, aún en el momento de su entierro, lo murmuré suavemente mientras todos a mi alrededor lloraban, o fingían hacerlo -¿Por qué lloran desesperadamente?- 

Me pregunté una y otra vez, no me detuve ni aún en el momento en que mis ojos se cruzaron con los de Freya. Freya, ¡mi dulce muñeca fría!, ¡su veneno me dejaba desamparada, sin mi primer maestro y oscuro amor! ¡Freya, Freya, Freya!, ¡mi amada Freya!, sus helados ojos traspasándome, y yo, derretida ante ellos, olvidada por completo de la reciente pérdida del llamado “héroe negro de Hungría”. Sólo aquellos ojos indiferentes a todo, indiferentes al cadáver de Ferec,-Esos son los ojos que dicen: ¡lo sé todo sobre ti!- Gemí suavemente. Freya, ¡tenía que haber sido Freya!
 
Freya venía de la corte húngara, se decía que había sido amante del rey Mátyás II, vino  al castillo de Csejthe el cual se ubicaba en la región de Nyitra  al noroeste de Hungría.
 
Freya fue amante de mi marido durante unos dos meses, se dejaron medio año antes de la muerte de Ferec. Ella era  aburrida, poco interesante, sin espíritu y sin comprensión de su manera de pensar: ese fue el motivo por el que El caballero negro me dijo que la abandonaba.
La verdad no contada.
 
Freya se convirtió en mi amante antes de ser de él. No era aburrida, su espíritu inquieto y multifacético comprendía perfectamente mis estadíos de crueldad, desinterés o desesperanza: juntas, alcanzábamos niveles de ferocidad que dejaban muy  por debajo a los de mi marido; esto él no lo supo, pasaba tanto tiempo ausente del castillo que no lo notó, no se dio cuenta de que repentinamente, tras uno de sus regresos de la guerra, mi corazón había sido robado por aquella mujer de cabellos y mirada oscura. Me ganó, me hechizó, por ello no me sorprendió que hubiese sido ella la asesina de él. ¡Ya antes lo había desplazado con sorprendente facilidad y rapidez!
 
-Algo tan impuro, ¿cómo imaginar que tendrían dentro de sí algo tan hermoso?- Le dije una tarde mientras miraba la cálida sangre regándose, expandiéndose. Nos hallábamos desnudas,  recostadas sobre un enorme lecho cubierto de sangre, el cadáver de una de las doncellas se encontraba en el piso, la habíamos desangrado para teñir de rojo las blancas sábanas de la cama. Suspiró para después besarme, su cálido pecho contra el mío, la palidez y tersura de su piel, su delgada figura… sus ojos, sus ojos fríos e indiferentes me miraron estudiándome por largo rato.
 
-Esos ojos, esos ojos que me arrebataron el alma, ¡soy su prisionera!- Pensé. Ella atrapó mis muñecas con sus manos mientras se subía a horcajadas sobre mi cuerpo.
 
-Debo matarte Elizabeth- Me dijo, en un suave murmullo. -Debo matarte, así como maté a Ferec. Es mi deber-. Besó mis labios.
 
-Sin problemas, mátame-, le respondí, sosteniéndole la mirada con firmeza, sabía que la orden provenía del rey Matías, pero en realidad no me importaba, -la única condición es que luego de hacerlo te comas mi cuerpo, cuando haya finalmente sido comida, ¡me convertiré en tu sangre y carne! Entonces, sólo te perteneceré a ti. Ella sólo sonrío, como prometiéndolo.
 
-Entonces, si nos unimos juntas, así, ¡serás capaz de alcanzar mi corazón!- Me respondió, como una promesa sellada, yo esperaba la muerte venir de manos de ella. Debo admitirlo, aunque a estas alturas ya sea bastante obvio; yo la amaba, si por Ferec sentí aquella oscura admiración, aquel lazo retorcido de tambaleante dependencia, aquella necesidad absorbente de poseerlo, a ella la amé, simple y llanamente, mi amor  por ella sobrepasaba el que sentí por mi esposo, ¡debió hacerlo, porque si no, no le hubiera perdonado el asesinado de Nádasdy!
 
Esperé por mi muerte con un curioso y desesperante anhelo, en mi mente siempre lo pensé: no había felicidad más grande que la de morir a manos del ser amado, ¡yo sólo pensaba en ella!, ¡era lo único en mi mente, era mi único amor en el mundo! Freya eclipsaba todos mis recuerdos y amores anteriores, ¡aún el de Ferec! ¡Mis amores oscuros forjados en lechos negros, arraigados en la muerte! Aguardé por mi fin con la plena consciencia de que si no era ella, sería yo quien la mataría, para poseerla, ¡para que fuéramos sólo una! Si ella pensaba igual que yo respecto a la muerte, nunca lo supe.
 
Freya fue encontrada muerta en su habitación una mañana, casi un año después del asesinato de Ferec. Supe que habían sido órdenes del rey, ella se había tardado demasiado en liquidarme y el regente ya sospechaba una traición. Si no estuve loca en toda mi existencia, creo que ahí fue donde rompí el hilo con la cordura.
 
-En mi mundo loco, sobre todos los demás, ¡tú eres la única que es la más pura, la más hermosa! ¡Nunca te dejaré ir!- Aullé contra su cadáver, me bañé en su sangre, devoré su  muerto corazón, más no fue suficiente. Si ella no estaba con vida, si habían sido otras las manos las que la terminaron, ¡si no pude apropiarme de ella, en mi interior! Ese día hice asesinar a la mitad de las sirvientas del castillo, las más jóvenes, las más hermosas.
 
¡aquella tiene una cabellera tan larga como la de Freya!
¡Esa tiene el mismo color de ojos!
¡La tersura de su piel!
¡La estrechez de su silueta!
 
Una tras otra, emprendí la búsqueda desesperada de mujeres, mujeres hermosas que me recordaran a Freya en algo, aunque fuese mínimo: las  tardes en el lecho escarchado por la sangre, los besos, las palabras sombrías; y luego, en el castillo, las asesinaba, dejaba fluir su sangre para bañarme en ella, devoraba algunas partes de su cuerpo, imaginaba que era ella, ¡que podía poseerla!, ¡que podíamos ser una!
 
-¡Déjame pertenecer sólo a ti!- Gemía y lloraba, mi cuerpo bañado en sangre. Los gemidos de las chicas. En alguna parte de mi conciencia, de repente me daba cuenta de que no podía sustituirla, de que ensuciaba su recuerdo con aquella sangre sucia de las aldeanas… pero, no pude detenerme.
 
-No puedo detener esos deseos. ¿Estoy mal?- Me preguntaba, me lo pregunté mucho tiempo. Víctima tras víctima y el dolor, el vacío nunca llenado. Sólo le di armas al Rey para conseguir lo que no pudo tras la muerte de Ferec ni con la intermediación de Freya, emparedada en mi propia habitación, aún ahora, aún si no podía ver la  luz del sol no me importaba. Todo a mi alrededor era rojo, rojo de dolor, de podredumbre, de vacío, de desesperanza, por no poder verla, por no poder poseerla, por no haber podido asesinar o ser asesinada por ella.
 
-No importa cuánto trate, luche, ¡no puedo dejar de arrastrarme!, ¡no funciona!, ¡justo ahora, todavía estoy rodeada del olor a sangre!
 
**
Arrastrarme o no. Actualmente, no me interesa. He dejado de comer las sobras que tan escasamente me dan para mantenerme con vida. Decidí que esto es sueño, adecuado a mí, a mi mente: necesito terminarlo ahora, es un pedazo de mi inconsciente, entonces, al final, vendrás a mí, seré alguien digno de ser asesinada por tus pálidas manos, veré tu blanco rostro, tus ojos de hielo, ¡posaré mis labios sobre los tuyos respondiendo a tu llamado! -¡ven!, ¡ven, Elizabeth!, ¡te espero!- Las mismas palabras que me susurras ahora, las mismas palabras que escuchaba de Ferec en su lecho de muerte. Lentamente, con esfuerzo, levanto una mano, estoy acostada en mi sucio lecho, gimo suavemente mientras todo a mi alrededor se oscurece.

-Voy a ti, estoy en camino… ¿podré alcanzarte? ¡Oh, amada mía!, ¡si pudiera!

  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • Twitter
  • RSS

0 Response to "¿EL FIN DEL MITO? ELIZABETH DE BATHORY"