Veneno para el cucharón
Laura Elizabeth Trejo Peña
Ni aun consultando a la abuela, quien conocía toda clase de menjurjes para aliviar igual número de males, ella había podido encontrar la cura a los insufribles padecimientos que no hacía más de un año yacían en todo su ser: el amor y la incertidumbre.
Ni aun consultando a la abuela, quien conocía toda clase de menjurjes para aliviar igual número de males, ella había podido encontrar la cura a los insufribles padecimientos que no hacía más de un año yacían en todo su ser: el amor y la incertidumbre.
El primero se convertía para Camila, en una de esas enfermedades que se llaman controlables, pues después de la intensidad de un amor fresco, se había acostumbrado a vivir a sentimiento dosificado. Pero el segundo mal sí que era crónico y casi había logrado extinguir su sonrisa.
—¿Cuándo podrías traerme el vestido que prometiste? ¿Cuándo me llevarás al bosque?
A causa de la enfermedad del amor que la volvía devota a Rafael, Camila moría un poco cada día. Su don era saber aguardar para ser amada. Nunca en brazos de otro, pues desde que la historia entre ambos comenzó, ella llevaba su marca en el aliento, en la piel, en su esencia.
Esperar su llegada, esperar.
Esperar. Bien lo valía.
Estaba enamorada.
Rafael siempre admiró muchas cualidades en esa mujer de fresca belleza y alma dócil. Desde que la conoció prefería mantenerla a su lado a pesar de las reservas, pero sólo le administraba pequeñas dosis del delicioso tónico de besos acompañados de la respectiva refriega de caricias.
—Date cuenta —decía la sabia anciana que había criado a Camila. —Seguro que entre ustedes hay sentimientos de verdad, pero él podría tardar mucho en reconocerlos. Tal vez no pase nunca.
—Veneno para el cucharón.
A ti sin duda te dieron algo parecido al toloache, decía doña Meche a su nieta. Camila ignoraba las razones de su enfermedad y reía cuando sabía que Rafael estaría cerca, o cuando ella y los amigos de siempre estaban juntos. Eran saltos de emoción para su ser, aunque esto ya formaba parte de su padecimiento terminal.
Hojas de lechuga orejona, por aquello de las largas noches de insomnio, tila que menguaría los efectos de los nervios provocados por la incertidumbre y manzanilla para apaciguar las mariposas en el estómago, fue la infusión que la abuela sugirió a Camila, serenada bajo rayitos de luna: hacía falta la bendición de tochtli.
Esta era una cura probable.
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