El punto en que la noche se pierde


Julio Romano

Al asomarse por la ventana le pareció ver en el horizonte el punto en que la noche se perdía. Por un momento creyó que realmente el planeta era plano, pero desechó la idea inmediatamente. “Si así fuera, ya se habrían dado cuenta”, pensó. “O quién sabe… No es necesario que el planeta sea plano”, continuó diciéndose, “simplemente se necesita movimiento, que algo se esté moviendo”. Esta teoría le convenció más.
Se llevó el cigarro a la boca y ahí lo dejó consumirse mientras continuaba viendo por la ventana. Aquél era definitivamente el punto en el que la noche deja de ser noche. Un escalofrío lo recorrió. Ahora estaba más cerca que hace unos instantes. Sentía el calor del cigarro cada vez más cerca de sus labios. Tragaba saliva, la poca que podía producir. Sentía frío, y sudaba. Aplastó el cigarro contra el cenicero de vidrio y separó la mirada de la ventana, decidido a pensar en otras cosas, pero le fue imposible.

Quizá no era la primera vez que se encontraba en esa situación, pero sí la primera que era consciente de ello, y le parecía aterrador, aunque no sabía bien por qué. Se secó el sudor e intentó distraerse con algo, pero la ventana era tan extensa como el horizonte, y el horizonte era cada vez más inquietante. Allá, a lo lejos, aquel punto era cada vez más grande y dejaba cada vez menos espacio para las demás cosas en su visión. Le temía, pero temía aún más darle la espalda. Tampoco sabía por qué.

Dirigió su mirada hacia el lado izquierdo del panorama. En la distancia distinguió el río que atravesaba la ciudad. Le pareció escuchar su caudal, absurdamente contenido por unos diques que habrían de proteger a la ciudad de una posible inundación. Pero la verdad es que estaba demasiado lejos del río como para escucharlo. Tragó saliva nuevamente, con dificultad. Pero ese sonido no podía ser otra cosa que la corriente del río chocando violentamente contra los diques, desbordándose y llegando hasta las calles, entrando a las casas por puertas y ventanas.
Pero estaba demasiado lejos como para escucharlo.

De cualquier modo, prefirió eso a ver directamente por su ventana. Un nuevo escalofrío lo recorrió y comenzó a sudar de nuevo. Contra su voluntad, su respiración se agitaba. Pensó que era como el caudal del río. Y entonces cerró los ojos, se cubrió la cara con las manos, las palmas hacia adentro, y le dio la espalda a la ventana. Y tembló.

Sentía que cada vez estaba más cerca de él, el punto en que la noche se pierde. No logró calmarse. Sintió como si algo inexpugnable lo envolviera desde atrás. Y gritó. Se descubrió el rostro y volteó. Miró directamente hacia la ventana. Le pareció que el punto en que se pierde la noche se había movido. Ahora el claro podía encontrarse a la izquierda, a través de su ventana.
No pudo siquiera distinguir el río que tan diáfano había visto hacía unos instantes, tampoco escuchaba su caudal, ni lo sentía invadiendo a la ciudad. Entonces comprendió. Hay un movimiento impredecible. El punto en que la noche se pierde decide los límites de los días y de las noches y se desplaza por encima de todas las cosas, pero sin seguir ningún patrón. No pudo sino concebirlo como un caballo sobre un tablero de ajedrez, pero con facultades potenciadas.
El punto en que la noche se pierde, que había estado frente a él hacía unos instantes, había saltado. Y había estado sobre el río. Volteó a ver el mapa de la ciudad que estaba sobre su escritorio: no había ningún río que la atravesara. Dirigió su mirada nuevamente a la ventana. Nada. La ciudad a oscuras. Palideció. Su respiración se agitó de nuevo, incontrolablemente. No comprendía por qué. Una luz intensa lo deslumbró. El punto en que la noche se pierde estaba sobre él. Y ahora no podía hacer nada.

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